El control de la sexualidad humana, de las relaciones de género y de la muerte se ha vuelto una de las grandes obsesiones de las religiones actuales. Es un terreno en el que en los últimos cincuenta años se han producido grandes cambios, una auténtica revolución. En general- algunas iglesias protestantes serían la excepción- la reacción clerical ha sido de abierta hostilidad a cualquier tipo de cambio. Las grandes religiones proceden de una vieja cultura fundamentada en la misoginia y en una concepción reproductiva de la sexualidad. Por tanto, el feminismo y las nuevas formas de vivir la sexualidad difícilmente podían conseguir su bendición.
El cristianismo heredó una parte de las ideas dominantes sobre este tema de la tradición romana y judía. En el judaísmo los hombres podían practicar la poligamia y tener relaciones sexuales con sus sirvientas y esclavas. El cristianismo rechazó estas costumbres porque no nació del sector ortodoxo judío, sino de sus ramas más heterodoxas, como los esenios. Estas sectas eran radicales en muchos aspectos: vivían comunitariamente, rechazaban la propiedad privada y defendían el valor moral del celibato. Se consideraban a sí mismos como pertenecientes a una nueva alianza entre Dios y los hombres. De este ascetismo nace la moral sexual cristiana. Entre los romanos se consideraba el matrimonio, siempre monógamo, como algo positivo, orientado a la procreación y la educación de los hijos. Era casi un deber de Estado. El concubinato era una alternativa honorable al matrimonio y a las concubinas se les concedían ciertos derechos, aunque no los mismos que a las esposas. El mundo grecorromano no trazó una línea clara entre homosexualidad y heterosexualidad. En Atenas, los adolescentes recibían instrucción de un adulto, generalmente casado y con hijos, con el que solían mantener relaciones sexuales. El cuerpo perfecto era el del un hombre joven y el amor ideal el que había entre un adolescente y un adulto. Por otro lado el papel pasivo en las relaciones homosexuales se consideraba inferior, propio de esclavos, prostitutos y adolescentes.
A través de Pablo de Tarso el cristianismo hizo su primera definición de la sexualidad mucho más restrictiva que las anteriores. La virginidad era preferible al matrimonio- aunque “es mejor casarse que abrasarse”-, se oponía al divorcio y a cualquier práctica sexual extramatrimonial o entre varones. Esta actitud de desconfianza hacia el sexo culminó en los escritos de Agustín de Hipona. Según san Agustín, el deseo sexual ofuscaba la razón y disminuía la voluntad. El deseo sexual era fruto del pecado y de la desobediencia a Dios. El pecado original se transmitía a todos los seres humanos a través del semen. Consideraba a la mujer inferior en todo al hombre- “el cuerpo de un hombre es superior al de la mujer como el alma lo es al cuerpo”-. El matrimonio era bueno, porque generaba hijos, ayudaba a tener una sexualidad equilibrada y facilitaba la vida social de los cónyuges. El matrimonio simbolizaba la unión de Cristo con la Iglesia, por lo que el divorcio era impensable. Agustín aceptaba la idea de san Jerónimo de que “cada amante demasiado ardiente de su propia esposa es un adúltero”. Las relaciones sexuales dentro de la pareja eran un “deber conyugal” exigible de igual manera a ambos miembros. De hecho, la concepción de la sexualidad aquí descrita ha seguido siendo la de la Iglesia católica hasta hoy. Para san Agustín la actividad sexual debía ir siempre orientada hacia la reproducción. Todas estas ideas fueron incorporándose a la legalidad imperial a partir del siglo IV, pero se hizo con lentitud y siempre con excepciones. Muchos cristianos recibían la aprobación eclesiástica para divorciarse y volverse a casar. La prostitución fue considerada por san Agustín como un mal necesario y por eso la Iglesia no la condenó nunca abiertamente. El celibato eclesiástico no existió durante los primeros siglos del cristianismo. Muchos sacerdotes se casaban y otros vivían con concubinas. Durante la Alta Edad Media, y por razones que se nos escapan, la misoginia fue en aumento. De los monjes que alcanzaban la santidad se alababa sobre todo su horror al sexo, que podía llegar a no haber mirado nunca a una mujer.
El año 1059 la Iglesia emitió un decreto que ordenaba el celibato de los clérigos. Este decreto fue confirmado por el Concilio Lateranense I y II en 1123 y 1135, respectivamente. De todas maneras, estas disposiciones se aplicaron de forma muy laxa y los religiosos continuaron teniendo concubinas, situación que era aún muy habitual en pleno siglo XVI. Las normas contra la homosexualidad se hicieron mucho más duras. Tanto las autoridades seculares como las eclesiásticas definieron la actividad homosexual como “crimen contra la naturaleza”. El matrimonio se definía cada vez más como un sacramento. La escolástica del siglo XIII fue otra vuelta de tuerca en la misma dirección. Santo Tomás consideraba el deseo sexual como peligroso y contrario a la razón. Condenó cualquier tipo de contracepción, incluido el coitus interruptus, que era un “pecado contra la naturaleza”. El feto no adquiría un alma- es decir, humanidad- hasta que la madre sintiese movimientos y solo se consideraba que había aborto punible a partir de ese momento. Esta opinión se mantendrá hasta 1869, cuando el papa Pío XI declaró que se adquiere el alma a partir del mismo momento de la concepción.
La actitud del islam respecto al sexo es relativamente diferente, pero existen prejuicios comunes sobre el tema, como demuestra el siguiente texto del Corán:
“Los hombres tiene autoridad sobre las mujeres porque Alá los ha hecho superiores a ellas y porque gastan sus bienes para mantenerlas. Las mujeres virtuosas son obedientes. Cuidan, en ausencia de su marido, lo que Alá les ha ordenado cuidar. ¡Amonestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadlas! Si os obedecen no hagáis nada en su contra. Alá es omnisciente y sabio”.
A diferencia del cristianismo o del judaísmo, el islam considera el placer sexual como deseable y casi exigible. Rechazar la sexualidad es contrario a la voluntad de Alá. El celibato es algo reprobable. No es de extrañar que Mahoma describiera el paraíso soñado como una especie de Jardín de las Delicias en el que se puede gozar de todos los placeres imaginables, el sueño erótico de cualquier varón heterosexual. La vida en el paraíso es un reflejo perfeccionado de la existencia que llevan los magnates en este mundo. A los hombres se les permite tener setenta y dos huríes- eternamente jóvenes y vírgenes- además del mismo número de mujeres que el elegido tenía en la tierra. En el paraíso no existe la vejez y el orgasmo es infinito.
Más allá de comentarios irónicos hemos de tener en cuenta que el islam surgió en una sociedad fuertemente patriarcal y caracterizada por la dominación masculina. La guerra y las expediciones de saqueo contra sus vecinos eran una fuente de ingresos importante para los árabes. Las mujeres y los niños eran considerados en un contexto de guerra permanente como un problema. Por ello estaban excluidos del reparto de las riquezas y no tenían derecho a la herencia que siempre beneficiaba a los varones adultos. Mahoma modificó estas costumbres y en el Corán estableció que una parte de la herencia correspondía a las mujeres. Pero dejaba claro que “en cualquier herencia la parte correspondiente al hombre debe ser el doble de la correspondiente a la mujer; así es que el hermano heredará dos veces más que su hermana” (Sura 4, 11).
Cosas parecidas podríamos decir de la poligamia. En la sociedad árabe de la época no existía ninguna limitación al número de esposas que un hombre podía tener. Los matrimonios servían para cerrar alianzas políticas con las tribus vecinas. Las mujeres no recibían su dote, que en caso de viudedad o divorcio pasaba a sus padres o a los otros hombres del clan. Mahoma intentó poner limitaciones a este caos sexual, por lo que el Corán desaconseja la poligamia y la condiciona a la capacidad del esposo de tratar con equidad y justicia a todas sus mujeres por igual. El Corán era, pues, una revolución para su época, pero pesaron más las tradiciones y los deseos de los hombres que los consejos del Profeta. La expansión imperial de los musulmanes y la consiguiente acumulación de riquezas permitieron a los conquistadores llenar sus harenes y hacer caso omiso de las advertencias del Corán. Es evidente que Mahoma estaba preocupado por la suerte de las mujeres e intentó mejorarlas, pero las buenas intenciones se estrellaron contra el muro de un contexto histórico adverso.
Los homosexuales no tienen con el islam más suerte que con el cristianismo. Su destino sigue siendo trágico. Los tres grandes monoteísmos están de acuerdo en la idea de que el hombre afeminado y la mujer masculina son pervertidos en rebelión contra la voluntad divina.
La homosexualidad masculina es el pecado más duramente sancionado, en algunos países aún hoy con la pena de muerte. En cambio, el bestialismo, el lesbianismo y la masturbación solo merecen una severa reprimenda.
Teniendo en cuenta lo dicho podríamos suponer que la homosexualidad siempre ha sido muy marginal en el mundo islámico pero no es así. La estricta separación de sexos y la imposibilidad de cualquier contacto sexual prematrimonial ha hecho de las prácticas homosexuales algo frecuente desde la Edad Media. El blanco favorito de los gustos amatorios de los varones musulmanes eran los jovencitos “afeminados”, considerados una especie de mujeres con órganos sexuales masculinos. La existencia de un amplio mercado de esclavos favorecía este tipo de relaciones. Cuando los adolescentes desarrollaban plenamente las características sexuales de un adulto dejaban de ser objeto de interés. Como puede verse, la paidofilia era moneda corriente en el mundo islámico y aún hoy día una parte del clero musulmán, como del clero católico, no está exento de estas debilidades.
La sexualidad humana se ha movido frecuentemente entre dos extremos, la necesidad de la reproducción y el principio del placer. El cristianismo decidió, desde sus orígenes, privilegiar la reproducción sobre el placer y considerar a este último como algo secundario e incluso un mal no evitable. El islam intentó equilibrar la balanza valorando por igual ambos aspectos pero poniendo la satisfacción de la sexualidad masculina por delante de la femenina. En la actualidad muchas personas solo ven en la sexualidad una forma de relación afectiva y de satisfacción personal y consideran el problema de la reproducción como una cuestión diferente o complementaria, actitud que choca de frente con los tradicionalistas, como la Iglesia católica, que sigue defendiendo la vieja mentalidad que ligada indisolublemente sexo y reproducción.
Aunque podríamos seguir con múltiples digresiones sobre el tema del sexo, es evidente que las grandes religiones monoteístas han hecho muy poco por la dignidad de la mujer y por su igualdad con el hombre. Al contrario, han intentado sacralizar su situación de inferioridad. ¿Son todos estos pesares frutos exclusivos de las religiones, de la tan traída y llevada moralidad represiva judeocristiana? ¿Una sociedad sin religión habría sido menos represiva? En otras sociedades, reguladas por otros patrones culturales y otras religiones, la situación de la mujer no solía ser mejor. Hasta mediados del siglo XX la mujer ha estado prisionera de unas condiciones socioeconómicas y políticas que la condenaban a la postergación y la marginalidad. Las tareas vinculadas a la reproducción les impedían desarrollar con satisfacción otro tipo de actividades. Hasta hace relativamente poco las elevadas tasas de natalidad, necesarias para compensar mortalidades también altas, y un trabajo doméstico escasamente mecanizado ataban a las mujeres al hogar. Los grandes cambios producidos tras la segunda guerra mundial, como fueron el descenso de la mortalidad, el aumento de la esperanza de vida, el descubrimiento de anticonceptivos eficaces, que posibilitaban al sexo femenino enfrentarse a los avatares de las relaciones sexuales sin miedo al embarazo, la gran expansión del sector servicios, en el que la mujer suele encontrar más fácil acomodo laboral, la masiva incorporación femenina al mundo de la educación superior, la extensión del derecho de sufragio a las mujeres…han cambiado radicalmente la situación. A partir de los años sesenta los patrones de comportamiento sexual se modificaron con rapidez. Se acabó la llamada doble moral: la virginidad femenina dejaba de ser una virtud y el sexo algo que los hombres disfrutaban y las mujeres sufrían. La sexualidad se divorciaba progresivamente de la reproducción.
Todos estos cambios no se circunscribían a un pequeño grupo de mujeres de clase media o alta, sino que se difundieron con rapidez entre todos los sectores de la población. El feminismo cuestionaba con rotundidad la hegemonía masculina y exigía un reparto equitativo de las tareas en todos los niveles de la vida social. Se cuestionaba incluso la misma definición de lo que es ser hombre o mujer, defendiendo la tesis de que la masculinidad y la feminidad son construcciones sociales, es decir, comportamientos asignados al varón y a la hembra en función de unos objetivos sociales determinados y por tanto históricamente modificables.
Todos estos profundos cambios afectaron sobre todo al mundo del capitalismo desarrollado, pero también a los Estados comunistas que partían del presupuesto marxista de la igualdad de los sexos.
De hecho, el primer país del mundo en el que la mujer se incorporó masivamente al mundo laboral fue la Unión Soviética. En los países atrasados estos cambios no han tenido efecto o su impacto ha sido muy limitado, por lo que la situación femenina sigue siendo con frecuencia precaria.
Antes de esta revolución, las religiones estaban relativamente bien adaptadas a la situación social dominante. Su discurso misógino y justificador de las desigualdades encontraba su correlato en la sociedad existente y por tanto parecía coherente y lógico a ojos de la mayoría de la población. Como ya ocurrió otras veces en el pasado, las religiones tienen grandes dificultades para integrar los cambios y en muchos casos tienden a rechazarlos. La legalización del aborto y la aceptación de la homosexualidad chocan con su concepción reproductivista del sexo, ligada a situaciones del pasado y aceptable para muchos en aquellas circunstancias, pero no ahora. En especial, la Iglesia católica libra una batalla sin futuro para controlar las conciencias y los comportamientos de sus fieles- y las de los que no lo son- en el terreno moral porque sabe que es el último espacio de poder que le queda y su postrera justificación.
(Gabriel García Voltá y Joan Carles Marset. Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida. Editorial bronce. Barcelona 2009)