- EL PROBLEMA DE LA MOTIVACIÓN MORAL.
El recurso para orientar la conciencia personal y social en un sentido u otro ha sido tradicionalmente la educación, sea cual fuere la forma que ha tomado en distintos contextos y lugares. Éste es también el camino para intentar superar esas patologías sociales que suelen reconocerse a través de palabras terminadas con el sufijo -fobia, como la aporofobia. Se trataba de situar nuestras actuaciones a la altura de las declaraciones, superando esa debilidad moral, que es la de la conciencia personal y social. Naturalmente, un factor clave en este proceso de memora o mejoramiento es la motivación.
Evidentemente, la motivación moral para obrar por normas universalistas que protegen a todas y cada una de las personas, y no solo a las que proporcionan ventajas, es tan débil que resulta difícil en la vida cotidiana erradicar el rechazo a los grupos relegados en una sociedad porque no parecen tener mucho que ofrecer. La aporofobia late en ese desprecio a los peor situados y toma la forma de xenofobia, racismo, misoginia, homofobia o de aversión a creyentes de otras religiones o ideologías.
Pero también resulta difícil evitar patologías morales como la corrupción, la opción por el bien individual o grupal frente al común, la prevaricación o el cohecho, y no solo en la política o la empresa, sino también en el resto de las organizaciones e instituciones. Comentaba un rector de una universidad española que para serlo es preciso atender a la vanidad de quinientos profesores poderosos, dispuestos a cambiar sus apoyos si no reciben a cambio privilegios y reconocimientos múltiples por parte de quienes gobiernan la universidad. Si las cosas funcionan de este modo, la injusticia es, obviamente, inevitable.
La educación parece ser el instrumento con el que contamos para motivar en un sentido distinto al del olvido de los menos afortunados, y conocer el funcionamiento del cerebro puede ayudar en esta tarea. Libros como el de María José Codina, Neuroeducación en virtudes cordiales, caminan en esta dirección. Pero al parecer la educación ha resultado insuficiente por el momento, como comprobamos a diario. Y no sólo porque las leyes sean mejores o peores y los planes de estudios más o menos acertados, sino porque la sociedad, en la vida corriente, no educa en el respeto a la dignidad ni tampoco en la compasión.
Rara vez, por no decir nunca, reconocerán los padres de un niño acosador que está dañando a un compañero más débil. Rara vez, por no decir nunca, admitirán los padres que sus hijos suspenden asignaturas sencillamente porque no estudian. Y, a poco que tengan poder, se alzarán en pie de guerra contra el profesor correspondiente y estarán dispuestos a destrozarle la vida si hace falta con tal de que su hijo quede limpio de polvo y paja. Recurrirán a los demás profesores, a los medios de comunicación, a la consejera o al consejero del lugar, harán hervir sus móviles de wasaps conspiradores y tratarán por todos los medios de malograr la reputación del profesor o profesora que ha osado suspender a sus hijos por no estudiar. Y conseguirán muchas cosas, porque ellos tienen votos y relaciones y amistades y eso es un incentivo más poderoso para el poder político que la justicia y la honradez. Ante costumbres de este tipo cualquier ley es impotente, las leyes se manipulan a gusto de los consumidores poderosos. Los áporoi no tienen ninguna carta que jugar en este juego del poder. Por eso, en los últimos años, algunos autores han entendido que si la educación no ha tenido hasta ahora el éxito deseado para mejorar la moralidad de la población, habría que recurrir a métodos más expeditivos que el avance tecnológico pone en nuestras manos. Habría que recurrir a la biomejora moral.
- 2. EL NUEVO FRANKESTEIN.
En los últimos tiempos, los avances de las ciencias biomédicas hacen posible mejorar la biología humana con nuevos métodos. Descubiertas habitualmente a raíz del estudio de casos patológicos, las tecnologías biomédicas se emplean de forma rutinaria para mantener o restaurar la salud, pero pueden usarse también para alterar las características de las personas tenidas por sanas o pueden utilizarse para mejorar a los individuos que se consideran normales.
Evidentemente, en cuanto surgen posibilidades de este tipo sale a la luz un buen número de problemas éticos, sobre todo dos: ¿son éticamente aceptables las intervenciones de mejora, o lo son sólo las terapéuticas? Y en el caso de que la respuesta fuera afirmativa, ¿es moralmente obligatorio mejorar las capacidades “normales” sean cognitivas, físicas, se refieran a la memoria o a la atención, si es que existe esa posibilidad? A fin de cuentas, si aceptáramos el enfoque de Amartya Sen, mejorar las capacidades de los seres humanos sería una forma de empoderarles. Y si tomamos en serio la afirmación kantiana de que el ser humano es a la vez fin limitativo y fin positivo de nuestras acciones, mejorar sus capacidades sería una forma de tomar al hombre como fin positivo de las actuaciones científicas.
Preciso es reconocer que el asunto de la mejora se ha convertido en un tema estrella en el ámbito de la bioética, y especialmente de la neuroética, porque se trata de averiguar si determinadas intervenciones son aceptables, o incluso obligatorias; si es una obligación moral utilizar todos los medios a nuestro alcance, también las tecnologías biomédicas, para mejorar las capacidades humanas. Ésta sería la aspiración del Frankestein contemporáneo.
Así pareció entenderlo William Safire, uno de los fundadores de la neuroética como un nuevo saber, cuando en el congreso fundacional que tuvo lugar en 2002 aseguraba que ésta había nacido en realidad dos siglos atrás, en 1816, en una villa de los alrededores de Ginebra, llamada Villa Diodati. En ella se reunieron un conjunto de escritores, de la talla de Lord Byron, Percy Shelley, John Polidori y la que más tarde sería Mary Shelley, y, como el tiempo era tormentoso, decidieron entretenerse escribiendo cada uno un relato de terror, relacionado de algún modo con la perfectibilidad del hombre. De esta curiosa apuesta surgiría el Vampiro, de Polidori, pero el relato que alcanzó bien pronto fama fue el Frankestein, de Mary Shelley. La neuroética, entonces, venía a entender Safire, habría nacido de un similar afán prometeico, el de mejorar las capacidades físicas y mentales de los seres humanos de forma que lográramos hombres más perfectos.
Pero ¿es esto verdad? ¿Pretenden las ciencias biomédicas convertirse de algún modo en el Frankestein contemporáneo?
- 3. TRANSHUMANISTAS Y BIOCONSERVADORES.
El primer problema con que se enfrenta el nuevo proyecto de mejora es el de determinar qué se entiende por “mejora”. Aunque el número de caracterizaciones es grande, podemos admitir en principio dos de ellas. Según Allen Buchanan, “una mejora biomédica es una intervención deliberada, aplicando la ciencia biomédica, que pretende mejorar una capacidad existente, que tienen de forma típica la mayor parte de los seres humanos normales, o todos ellos, o crear una capacidad nueva, actuando directamente en el cuerpo o en el cerebro”. Por su parte, Julian Savulescu caracteriza la mejora en el siguiente sentido: “X es una mejora para A si X hace más probable que A lleve una vida mejor en las circunstancias C, que son un conjunto de circunstancias naturales y sociales”.
Como es fácil observar, en el primer caso topamos con la dificultad e decidir cuál es la forma típica en que los seres humanos gozan de una capacidad mientras que en el segundo caso adoptamos una posición utilitarista: no importa si la capacidad del individuo puede considerarse normal o no, lo que importa es que vivirá mejor si la potenciamos.
Un segundo problema consiste en decidir qué posición ética adoptar al respecto, si estamos dispuestos o no a aceptar las mejoras con medios biomédicos, o únicamente son admisibles las intervenciones terapéuticas, es decir, los tratamientos. Y en este punto es posible detectar al menos dos posiciones, que reciben diversos nombres. Es curioso que esos nombres resulten expresivos no sólo de las posiciones que se pretende describir con ello, sino también de las posturas de aquellos que se los asignan.
En la Introducción al libro Human Enhancement, los editores, Savulescu y Bostrom, distinguen dos posturas enfrentadas en este debate: los transhumanistas y los bioconservadores. Ellos mismos se reconocen como transhumanistas, hasta el punto de que N. Bostrom fundó en 1998, junto con D. Pearce, la World Transhumanist Association, con el propósito de proporcionar una base organizativa para todos los grupos transhumanistas. También son los responsables de la Declaración Transhumanista y del nacimiento de la revista Journal of Transhumanism, que más tarde cambió su nombre por el de Journal of Evolution and Technology.
Para definir el transhumanismo resulta de gran utilidad recurrir a la caracterización de quien acuñó el término, el biólogo Julian Huxley, hermano de Aldous Huxley, quien fue el primer director general de la Unesco. En efecto, en Religion without Revelation (1927) escribe: “La especie humana puede, si lo desea, trascenderse a sí misma- no sólo de forma esporádica, un individuo aquí de un modo, otro allá de otro modo-, sino en su totalidad, como humanidad. Necesitamos un nombre para esta nueva creencia. Tal vez transhumanismo pueda servir: el hombre permaneciendo hombre, pero trascendiéndose a sí mismo, al actualizar nuevas posibilidades de y para su naturaleza humana”.
El transhumanismo se distanciaría de una posición como la de Nietzsche, que pretende el autotrascendimiento de algunos individuos con capacidad y voluntad de hacerlo, porque los transhumanistas se proponen como objetivo el autotrascendimiento de toda la humanidad, y, además, no sólo tratando de encarnar la fórmula “llega a ser el que eres” de Píndaro y Nietzsche, sino “llega ser más de lo que eres”.
En cualquier caso, los transhumanistas han tenido y están teniendo buen cuidado en distanciarse de anteriores proyectos de cuño totalitario de modificar a la especie humana, levantando la bandera progresista y ligando sus propuestas cada vez más al liberalismo cultural, a la democracia política y al igualitarismo. Es el caso, entre otros de James Hughes, quien considera que la biopolítica está emergiendo como una nueva dimensión de la opinión política. En Citizen Cyborg (2004) propone un “transhumanismo democrático”, que articula la biopolítica transhumanista con la política social democrática y económica y con la política liberal cultural. Entiende que conseguiremos el mejor futuro poshumano cuando aseguremos que las tecnologías son seguras, accesibles a todos y se respetan los derechos individuales en el control de los propios cuerpos. Los beneficios han de llegar a todos, y no sólo a una élite, y en esto el Estado debe intervenir.
En el polo contrario se situarían los bioconservadoress, que se oponen a cualquier uso de las tecnologías para ampliar las capacidades humanas o para modificar aspectos de nuestra naturaleza biológica. Al parecer, la Tesis de los Bioconservadores diría así: “Aun cuando fuera técnicamente posible y legalmente permisible comprometerse en la mejora biomédica, no sería moralmente permisible hacerlo”. No es fácil determinar qué nombres componen la nómina de los bioconservadores, pero resulta bastante plausible introducir en ella a Leon Kass, presidente del Consejo de Bioética de Bush; Francis Fukuyama, que también formó parte de ese consejo y publicó su célebre libro Our Posthuman Future, y Michael Sandel otro de los clásicos de esta posición sobre todo con su libro Contra la perfección. Por su parte, bioeticistas, como George Annas, Lori Andrews y Rosario Isasi han propuesto una legislación para que sea un “crimen contra la humanidad” la modificación genética heredable en seres humanos.
Sin embargo, estas denominaciones (transhumanistas/ bioconservadores) se transforman en manos de Allen Buchanan en otras menos significativas políticamente. Según Buchanan, no hay grupos de autores “promejora” porque en buena ley nadie puede estar a favor de cualquier mejora sin tener en cuenta de cuál se trata, en qué contextos y con qué consecuencias. Sí los hay “antimejora” y ésa es una de las críticas que se les hace: cómo es posible estar en contra de cualquier mejora. Y el grupo restante ya no sería algo tan aparatoso como transhumanista, sino sencillamente “anti- antimejora”, porque creen que es preciso estudiar caso por caso en las determinadas situaciones. En él se incluiría a Jonathan Glover, Savulescu, Agar, Brock, Bostrom, DeGrazia, Sanberg y Buchanan, entre otros. Consideran que no existe una separación tajante entre los métodos de mejora tradicionales y los biomédicos, no hay una diferencia moralmente relevante entre el aprendizaje, que a fin de cuentas es una mejora fisiológica, y la intervención.
De forma muy sucinta, los argumentos de este debate serían los siguientes.
Quienes están en contra de la mejora se opondrían por considerar, en principio, que la búsqueda de mejora socava la virtud de la gratitud por lo dado. Sin embargo, sus oponentes replican acertadamente que no hay razón para privilegiar como sagrado lo que se considera el funcionamiento normal, no hay razón para dotarle de una normatividad moral. A fin de cuentas, es difícil distinguir lo no natural de lo natural, la función normal no es sino una generalización estadística que no tiene por qué pretender normatividad.
En segundo lugar, dicen los antimejora, parece que el afán de mejora lleva entrañado el interés por conseguir el total dominio de las condiciones de la existencia humana, el de alcanzar la perfección. Pero replican sus rivales que intentar mejorar no es buscar la perfección.
También los promejora- dicen sus oponentes- parecen pretender la inmortalidad con esas intervenciones. Pero la réplica es sencilla: no se busca la inmortalidad, sino una mejor calidad de vida.
Y la última acusación de los antimejora consistiría en afirmar que este meliorismo llevaría a una sociedad estratificada e insolidaria, que despreciaría a quienes padecen discapacidades y socavaría el compromiso con la justicia distributiva.
Entre ambos grupos se situarían quienes consideran que las intervenciones no pueden practicarse en la línea germinal como Habermas o Annas, porque pueden pasar a las futuras generaciones. Mientras que los anti-mejora sí las aceptan, pero dándose cuenta de los peligros que entrañan y no creen que sea permisible en el presente.
La reflexión sobre el tema se extiende hoy a una gran cantidad de ámbitos, como es el caso del rendimiento deportivo, tan relacionado con cuestiones de dopaje, las relaciones amorosas, la mejora cognitiva, la mejora genética o la cuestión de los organismos modificados genéticamente, incluidos animales y plantas. Algunos músicos toman beta-blockers para calmar los nervios, muchos estudiantes ingieren metilfenidato (Ritalín) para rendir más en los exámenes (el Ritalín puede paliar disfunciones neurobiológicas), también el Modavigil y la cafeína son estimulantes cognitivos. Las tecnologías que están ya al alcance o lo estarán muy pronto y pueden transformar radicalmente al ser humano son la realidad virtual, el diagnóstico genético preimplantatorio, la ingeniería genética, los fármacos para mejorar la memoria, la concentración, el insomnio y el humor (modo), las drogas que mejoran la performance, la cirugía cosmética, operaciones de cambio de sexo, prótesis, medicina antienvejecimiento. Todas estas posibilidades abren preguntas éticas, pero no es de ellas de las que nos vamos a ocupar aquí, sino de un tipo concreto de mejora: la mejora moral.
- 4. BIOMEJORA MORAL SIN DAÑO A TERCEROS.
Algunos autores como Thomas Douglas se preguntan si es permisible la mejora moral, en principio como un instrumento para desmontar la posición de los bioconservadores. Éstos alegan que algunas formas de mejora podrían beneficiar a los sujetos en los que se practican, pero podrían perjudicar a terceros y, por lo tanto, no se podrían permitir. Se refieren sobre todo a lo que podríamos llamar “bienes posicionales”: si una persona gana en inteligencia, dejará en desventaja a los que no han sido mejorados y tendrá más oportunidades que ellos a la hora de competir por un puesto de trabajo; si aumenta la estatura de un individuo normal, tiene más posibilidades que los demás, que acabarán quedando por debajo de la línea de normalidad. Sin embargo- asegura Douglas-, hay un tipo de mejora que beneficia al sujeto y también a terceros, y es la mejora de los motivos para actuar. Con ello no se trata de conseguir mejores personas, sino que “una persona se mejora a sí misma si se altera a sí misma de tal modo que pueda esperarse razonablemente que, tomados en conjunto, tenga motivos futuros mejores moralmente que los que habría tenido de otro modo”. Una mejora de este tipo- piensa Douglas. No puede perjudicar a nadie.
Como ejemplo señala dos emociones que todas las teorías morales estarían de acuerdo en atenuar, considerando este debilitamiento como una mejora moral: la aversión a ciertos grupos raciales y el impulso a la agresión violenta. Cuando debilitamos emociones de este tipo, se producen mejoras morales.
La base biomédica de esta posibilidad radica en trabajos en genética conductual y neurociencia que han llevado a una comprensión reciente de las bases de la agresión. Modificar esas bases supondría una mejora moral permisible. De hecho, hay evidencia de la implicación de un polimorfismo en el gen A de la monoamino oxidasa (MAO) y, en el nivel neurofisiológico, de los trastornos en el sistema neurotransmisor de la serotonina. El racismo se ha estudiado menos, pero un conjunto de estudios de imagen de resonancia magnética funcional sugiere que la amígdala desempeña un papel importante. Dado el progreso en las neurociencias, parece posible practicar modificaciones. Es, pues, permisible que las personas intenten mejorarse moralmente a sí mismas.
Evidentemente, una posición como la de Douglas resulta impecable en lo que se propone: desmontar el argumento de los autores antimejora, según el cual, no puede permitirse ninguna mejora que podría favorecer al sujeto, pero podrían perjudicar a otros. Las mejoras morales benefician al sujeto y también a los demás.
Ahora bien, para hablar positivamente de permisibilidad moral de la mejora sería también necesario tener en cuenta hasta qué punto es realmente posible llevarla a cabo, desde un punto de vista científico, con qué procedimientos y con qué consecuencias previsibles.
5.UN IMPERATIVO ÉTICO.
Más interesante es la propuesta de Savulescu y Persson, según la cual intentar una mejora moral de la humanidad por medios biomédicos no sólo es moralmente lícito, sino que es también un imperativo moral. El hilo de la argumentación hasta llegar a esta conclusión sería el siguiente.
En algún momento, Savulescu afirma que investigar sobre las posibilidades de mejora moral es necesario porque la mejora cognitiva mediante fármacos, implantes e intervenciones biológicas, incluidas las genéticas, acelera el avance de la ciencia y, ese caso, unos pocos individuos, dotados de una capacidad cognitiva superior al resto, pueden dañar a todos los demás, al tener más conocimientos que los que tenemos ahora. La mejora cognitiva requiere una mejora moral para evitar un daño semejante.
Sin embargo, este argumento resulta muy endeble. Hace décadas que la posibilidad de que un grupo de personas pueda destruir la tierra haciendo uso del poder científico-técnico es una realidad. Pero el riesgo no vendría tanto de los científicos como de gentes con poder político o económico suficiente como para tener en sus manos ese tipo de instrumentos, tales como la energía atómica o las armas de destrucción masiva. Este peligro es una realidad. La posible mejora cognitiva puede incrementar un poder que ya existe, pero no supondría un riesgo nuevo.
Tal vez por esta razón, Savulescu y Persson recurren en otro lugar al hecho de que el poder científico y tecnológico de la humanidad ha crecido exponencialmente y tiene la posibilidad de destruir la Tierra. Ésta es una advertencia que ya había formulado claramente Karl-Otto Apel y Hans Jonas en los años sesenta y setenta del siglo pasado. ¿Cuál es la especificidad de la nueva lectura?
Según Apel, el problema consistía en que las consecuencias de la ciencia y la técnica eran universales, mientras que la ética se reducía a la microesfera y la mesoesfera, cuando necesitábamos una ética universal de la responsabilidad por las consecuencias de la ciencia y la técnica. Pero justamente la idea que el cientificismo tiene de la ciencia como una actividad axiológicamente neutral hacía imposible fundamentar una ética universal. Por su parte, Jans Jonas compartía esta preocupación ante el poder destructivo alcanzado por la ciencia y la técnica y proponía para hacerle frente su ética de la responsabilidad.
Sin embargo, los autores a los que podríamos llamar “melioristas morales” no reclaman una ética universal, sino que detectan que las presiones de la evolución no han desarrollado una psicología moral que nos permita abordar los problemas morales que crea nuestro nuevo poder. Hay problemas como el del cambio climático o la guerra que necesitan una moral distinta, una preocupación por los lejanos, por las generaciones futuras e incluso por todos los seres vivos. Y, sin embargo, nuestra motivación moral sigue ligada a la preocupación por el pequeño grupo. El problema es, pues, la motivación moral de los individuos, no la dificultad de construir una ética universal. Y esta situación tiene una historia.
La historia empieza con la aparición del homo sapiens. Desde entonces los seres humanos hemos vivido en grupos pequeños la mayor parte de ese tiempo. Gracias a la evolución nos adaptamos al entorno físico, psicológico y social a través de unas disposiciones morales, que consistían fundamentalmente en el ejercicio del altruismo y la capacidad de cooperar. El paso a la agricultura requeriría cooperación, además de tecnología, y con tales niveles de confianza que pudieran dividirse las tareas y esperar durante meses sin recompensa. Lo que nos habría permitido trascender el egoísmo sería el grupalismo, como bien decía Darwin, porque ganarían los grupos más cohesionados, los que tiene capacidad de seguir normas sociales, compartir emociones, crear instituciones y obedecerlas, incluida la religión; una capacidad de la que sólo gozan los seres humanos. Como bien dice Tomasello, “nunca veréis a dos chimpancés llevando juntos un tronco”; la capacidad de cooperar es propia de la especie humana.
De ahí que, según nuestros melioristas morales, la moralidad consista principalmente en la disposición al altruismo, a simpatizar con otros seres, a querer que sus vidas vayan bien, pensando en ellos, y en un conjunto de disposiciones desde el que se origina el sentido de la justicia o la imparcialidad, basado en sus formas más simples en el “toma y daca”.
Evidentemente, con esta comprensión de la moralidad están exponiendo uno de los tópoi en los que coinciden los análisis de los biólogos evolutivos, los psicólogos evolutivos, los matemáticos experimentales y los neurocientíficos. Durante el periodo de formación del cerebro humano los hombres vivían en pequeños grupos que pudieron sobrevivir gracias al altruismo interno y la ayuda mutua; ésas fueron las disposiciones morales que quedaron grabadas evolutivamente para permitir la producción y la reproducción de la especie. Por eso, y a pesar de la insistencia de autores como Dawkins en la disposición al egoísmo como clave de la conducta, incluso a pesar de la idea de Hamilton del altruismo genético, parece que los grupos humanos que han sobrevivido son los que han aceptado un tipo de modelo contractual, un modelo de cooperación basado en la reciprocidad, sea fuerte o indirecta, o en el mutualismo.
Según estas investigaciones, los seres humanos no estamos dotados sólo de una racionalidad maximizadora, ni siquiera en la actividad económica, sino que la figura del homo oeconomicus, maximizador de su ganancia, debe ser sustituida por la del “homo reciprocans”, por un hombre capaz de dar y recibir, capaz de reciprocar, capaz de cooperar, y que además se mueve también por instintos y emociones, y no sólo por el cálculo de la máxima utilidad.
Un ejemplo es el célebre juego del ultimátum, en el que los jugadores no tratan de maximizar su ganancia, sino de conseguir lo máximo posible, teniendo en cuenta que el respondente tiene un sentido de la justicia y no va a permitir humillaciones. Curiosamente, quienes sí parecen tener una racionalidad maximizadora son los chimpancés, como ha mostrado experimentos en los que juegan al ultimátum, adaptado para ellos, y resulta ser que los “proponentes” casi siempre hacen propuestas egoístas, y los “respondentes” casi siempre aceptan cualquier oferta que no sea nula, lo cual indica que no actúan de forma indiscriminada. Son, pues, los chimpancés los que maximizan el beneficio sin atender a más consideraciones, mientras que las personas se percatan de que es más razonable presentar propuestas que pueden ser aceptadas por todos. Buscar el beneficio mutuo es más razonable que empeñarse en el máximo a cualquier precio.
Estas formas de altruismo requieren que quienes las practican estén ya equipados con las siguientes capacidades: cuantificar los costes de lo que se da y los beneficios que cabe esperar, recordar interacciones anteriores y calibrar si cabe confiar en obtener beneficios, reconocer la dependencia entre dar y recibir calcular cuánto tardan en llegar los beneficios, estar dispuesto a aceptar el desfase entre el acto inicial de dar y el de recibir, detectar a los que violan las normas de la reciprocidad, descubrir la intención de quienes actúan, y la capacidad de castigar a quienes defraudan para impedir futuras infracciones.
Al comprobar que el juego de dar y recibir resulta beneficioso para el grupo y para los individuos que lo componen, este juego ha ido cristalizando en normas de reciprocidad que forman el esqueleto sobre el que se sustenta la encarnadura de una sociedad.
Pero el problema para lo que nos ocupa es que, al parecer, la especie humana ha permanecido esencialmente igual a nivel biológico y genético durante los últimos cuarenta mil años. Mientras tanto tenía lugar la mayor parte de un desarrollo cultural sin precedentes, gracias al desarrollo del lenguaje oral y escrito. Pero continuamos con la moral de los pequeños grupos, en que cooperamos internamente, pero no con los de fuera.
Sin embargo, desde hace ya tiempo el entorno social y físico ha cambiado. Vivimos en sociedades millonarias en seres humanos, y los límites de la humanidad alcanzan ya un mundo global, que de algún modo incluye a las generaciones futuras y a seres vivos no humanos. Pero la motivación moral de los individuos no se ha modificado. ¿No es posible que exista un desequilibrio entre las exigencias morales que presentan las instituciones democráticas, situadas en el nivel posconvencional en el desarrollo de la conciencia moral, y las motivaciones morales de los individuos, que siguen aferrándose a los códigos más primitivos de supervivencia?
En este sentido, Hume dirá expresamente que “En general puede afirmarse que en la mente de los hombres no existe una pasión tal como el amor a la humanidad, considerada simplemente en cuanto tal y con independencia de las cualidades de las personas, de los favores que nos hagan o de la relación que tengan con nosotros”. Y Kant, por su parte, entenderá que “La benevolencia, en el caso del amor universal a la humanidad, es, pues, ciertamente la mayor en cuanto a la extensión, pero la menor en cuanto al grado, y cuando digo: me intereso por el bien de este hombre, en virtud únicamente del amor universal a los hombres, el interés que me tomo en este caso es el menor posible. Simplemente, no soy indiferente con respecto a ese hombre”.
Una pléyade de autores intenta hoy en día organizar el sistema emocional de los ciudadanos para que puedan responder a las exigencias de una sociedad democrática, como fue el caso pionero de George E. Marcus en Ten sentimental citizen: emotion in democratic politics y más tarde el de Sharon R. Krause en Civil Passions. Moral sentiment and democratic deliberation, donde intenta mostrar que la imparcialidad puede ser una emoción.
Así las cosas, se hace necesario legislar para conseguir cambios efectivos, pero esto han de hacerlo los políticos y sucede que a los votantes no les interesan los problemas de los lejanos en el espacio y en el tiempo. ¿Qué hacer para cambiar la motivación moral de los ciudadanos, de forma que se preocupen también por los lejanos e espacio y tiempo?
En relación con la pregunta, aclarar qué se entiende por “moral” es fundamental, y la respuesta se Savulescu es la siguiente: la moral abre la posibilidad de ir construyendo una sociedad en la que los fines que son buenos para uno mismo (bienes prudenciales) puedan articularse con los bienes para todo el conjunto (bienes morales). “Es una idea familiar- dirá Savulescu- que lo que define la moralidad es armonizar los fines prudenciales de la gente, de modo que puedan encontrar satisfacción no excluyente”.
En cualquier caso, mejorar esa motivación requiere educación moral, pero la biomedicina nos ha dotado de unos medios nuevos porque sabemos que nuestras disposiciones morales tienen una base biológica, que son las emociones, y que están estrechamente ligadas a la motivación. Las emociones pertenecen al equipaje más antiguo de nuestros cerebros y muchas de ellas están ligadas a actuaciones instintivas de supervivencia, aunque otras sean derivadas. Lo cierto es que afectan a la motivación.
El método tradicional ha sido la educación, pero pese a tantos siglos de educación, sobre todo en los dos últimos milenios, no parece haber tenido demasiado éxito. Sin embargo, hay otra posibilidad complementaria: nuestro conocimiento de la genética y la neurobiología que está empezando a permitirnos afectar directamente a las bases biológicas de la motivación moral, sea a través de fármacos, de implantes, de la selección genética, de la ingeniería genética, o utilizando instrumentos externos que afecten al cerebro o a los procesos de aprendizaje. Como tiene una base biológica, sí pueden afectarse estas bases mediante un tratamiento biomédico o genético.
Y resulta que para que el juego de “toma y daca” funcione bien es necesario que en él se movilicen adecuadamente un conjunto de emociones, como son la gratitud ante el favor recibido por altruismo y el deseo de devolver el favor, lo cual anima para hacer nuevos favores, el enfado cuando alguien daña a otro, el deseo de represalia, que disuade de futuras agresiones, el remordimiento y el sentido de culpa, la vergüenza, el orgullo, la admiración, el desprecio o la capacidad de perdonar. Según Savulescu y Persson, estas emociones son útiles cuando se extienden a la mayor parte de la población. Si conseguimos fortalecerlas, pero de una forma adecuada para que sean útiles, conseguiríamos mejorar la motivación moral.
Ante una constatación semejante, diversos autores avanzan distintas propuestas, cada una de las cuales es expresiva de su forma de entender lo moral. La de Savulescu se centra en la motivación moral y en la necesidad de mejorarla para actuar moralmente. La educación, la argumentación y el razonamiento son muy importantes, pero es imprescindible modificar también las emociones, que son las que están ligadas a la motivación. Nuestras disposiciones morales están basadas en nuestra biología y, por tanto, no son un producto cultural, como sí lo son la comprensión de una lengua o de las leyes.
Según los autores con los que venimos dialogando es un imperativo moral, pues, proseguir las investigaciones e intentar mejorar la motivación moral con medios biomédicos, complementando así la educación.
Puede objetarse que si no se ha conseguido gran cosa en miles de años de educación, la biomejora moral está en sus comienzos, con lo cual hemos llegado demasiado tarde. Pero estos autores consideran que hay que intentarlo igualmente, porque la ciencia y la tecnología ofrecen instrumentos que pueden ayudar en este sentido. Tal vez la biomejora moral también fracase, pero parece que ponerla sobre el tapete es importante.
6.¿ES REALMENTE UN CAMINO PROMOTEDOR?
Ciertamente, las propuestas de mejora moral con medios biomédicos presentan virtualidades y límites que conviene considerar. Empezaremos por las virtualidades, que, a mi juicio, se sitúan sobre todo en el nivel del diagnóstico.
1) Es importante descubrir que nuestras disposiciones morales tienen también bases biológicas, cuyo sentido consiste en lograr la eficacia adaptativa de los individuos. Por una parte porque es posible influir en ellas, pero sobre todo porque si las personas reaccionamos instintivamente desinteresándonos de los lejanos e incluso rechazándolos, porque así lo “mandan” los códigos inscritos en el cerebro, lo que importa es preguntas si ésos son los códigos que queremos reforzar o, por el contrario, queremos orientar nuestras actuaciones en otra dirección.
2) Esas bases biológicas están preparadas para responder a un entorno social y físico periclitado, la situación actual es muy distinta. Esta constatación es ya un tópos de la neuroética.
3) La evolución de nuestras disposiciones biológicas, que nos prepara para sobrevivir en unas situaciones determinadas, no coincide con el progreso moral en el nivel cultural. Como hemos mencionado, parece que la especie humana ha permanecido esencialmente igual a nivel biológico y genético durante los últimos cuarenta mil años, mientras se producía el desarrollo cultural, gracias sobre todo al desarrollo del lenguaje oral y escrito.
Aunque Habermas hable de una “teoría de la evolución social”, adaptando el proceso ontogenético del que trata Kohlberg al filogenético, es en realidad una teoría del progreso en la conciencia moral social, entendida en relación con la formación de juicios acerca de la justicia. Una cosa es la evolución biológica, otra, el progreso en la cultura y el juicio moral. Por eso, el progreso queda en el ámbito del razonamiento y no cala en las motivaciones.
Tal vez este desajuste entre convicción racional, argumentada, y motivación enraizada en emociones acuñadas en el cerebro de forma milenaria esté en la base del “desconcierto moral” del que habla Jonathan Haidt, cuando asegura que las gentes formulan sus juicios morales de forma intuitiva, automática y emocional, y por eso cuando se les pregunta por las razones de su juicio a menudo son incapaces de encontrarlas. Y tal vez estuviera en la base del dictum latino del que ya hemos hablado video meliora proboque, deteriora sequor, que recoge el desconcierto de Medea “pero que arrastra involuntariamente una nueva fuerza, y una cosa deseo, la mente de otra me persuade. Velo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor”, y el de San Pablo: “No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero”.
4) La pregunta por las disposiciones que es preciso reforzar saca a la luz una cuestión de fondo: qué entendemos por “moral” y si la respuesta es preciso buscarla sólo en el mecanismo evolutivo. Si la moral consiste únicamente en el juego de la cooperación, entonces la mejora debe intentar reforzar el mecanismo evolutivo fomentándola.
Así lo reconocen una gran cantidad de autores, entre ellos, Haidt, quien entiende que la moral no busca maximizar la utilidad de forma individualista, sino que pretende maximizar el bien teniendo en cuenta nuestro ser en sociedad. Se trata entonces de un utilitarismo durkheimiano, como él mismo aclara en el siguiente texto: “Los sistemas morales son conjuntos engranados de valores, virtudes, normas, prácticas, identidades, instituciones, tecnologías y mecanismos psicológicos evolucionados, que trabajan conjuntamente para suprimir o regular el autointerés y hacer sociedades lo más cooperativas posible”. Solo los grupos capaces de crear compromiso pueden suprimir a los polizones y crecer.
Si entendemos así la moralidad, las modificaciones biomédicas la refuerzan, como en el caso de la oxitocina. “La oxitocina- dirá Haidt- liga a la gente selectivamente a sus grupos, no a la humanidad. Las neuronas espejo ayudan a empatizar con otros, pero particularmente con los que comparten la misma matriz moral. Sería hermoso que los seres humanos estuviéramos diseñados para amar a todos incondicionalmente. Hermoso, pero improbable desde una perspectiva evolutiva. El amor parroquial, disparado por la competición con otros grupos y ampliado por la semejanza, un sentido compartido y la supresión de los polizones puede ser lo máximo que podamos conseguir. La moralidad une y ciega”.
A mi juicio […] el progreso moral alcanzado por la conciencia social en nuestro tiempo no exige sólo favorecer la cooperación en el seno de cada grupo, haciendo posible la selección de grupos, sino que se entiende por “disposiciones morales” las que llevan a tener en cuenta a cada uno de los seres humanos, sin exclusiones grupales. Y es en esa dirección en la que habría que cultivar las emociones mediante virtudes cordiales.
5)Lo que los melioristas morales señalan con acierto es que la educación es un buen medio, pero no ha tenido demasiado éxito, a pesar de la gran labor llevada a cabo durante siglos, con personalidades históricas como Buda, Confucio, Sócrates, Jesús de Nazaret, amén de los millones de padres y maestros que se han empeñado en ello. Ahora bien, la oferta de complementarla con medios biomédicos resulta discutible.
6) Es verdad que hay hallazgos importantes. La oxitocina promueve la confianza, los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) incrementan la cooperación y reducen la agresión, y el Ritalín reduce la agresión violenta. Además, el desorden de la personalidad antisocial puede tener una base biológica, y se ha relacionado la criminalidad con una mutación de la enzima monoamino oxidasa(MAO) en el cromosoma X, en especial cuando se combina con privación social. Pero ¿realmente es éste el camino para mejorar la motivación moral?
A mi juicio, las investigaciones se encuentran todavía en los comienzos y sería muy difícil indicar cómo realizarlas y con qué consecuencias a medio y largo plazo. Sería preciso ir paso a paso, analizando caso por caso, valorando los medios que se emplean como elemento clave y la eficacia que puede tener cada medida. No es lo mismo intentar una modificación genética que propiciar una inhalación de oxitocina.
De ahí que los propios defensores de la biomejora moral en realidad afirmen que es un imperativo moral proseguirlas investigaciones en este ámbito, no practicar ya la biomejora. Lo cual es perfectamente aceptable, porque es sin duda un deber moral investigar en cualquier dirección que permitas empoderar a los seres humanos siempre que no les dañe. Pero sería un deber de obligación imperfecta, que entraría en competencia con el deber de llevar a cabo otras investigaciones concurrentes, y en cada caso financiadores e investigadores deberían decidir cuál de ellas podría ser más fecunda para la humanidad.
Por tanto, proseguir la investigación sobre las bases biológicas de la moral, pensando en una posible mejora, sería un deber moral de obligación imperfecta.
En segundo lugar, cualquier intervención de mejora de las disposiciones morales, en el momento en que fuera posible practicarla, debería venir precedida por la obtención del consentimiento cuidadosamente informado de la persona a la que se somete a la intervención. Éste es un requisito indispensable que cobró presencia histórica con el Código de Núremberg, en 1947, elaborado después de la segunda guerra mundial y referido a la experimentación con humanos, cuyo punto 1º dice expresamente “Es absolutamente esencial el consentimiento voluntario del sujeto humano” y quedó consagrado en el Informe Belmont. En cualquier caso, la exigencia de consentimiento refleja lo que Habermas ha llamado la “autocomprensión ética de la especie” que radica en la autonomía.
Una objeción a la que deberían responder los defensores de la biomejora moral en este caso es que la persona que deseara someterse a una intervención para mejorar sus disposiciones morales estaría ya motivada moralmente. Lo que desearía es conciliar sus afectos con este interés, pero se percataría de las dificultades con las que se encuentra a la hora de intentar ajustar su conducta a sus convicciones razonadas. En realidad, no habría mucha diferencia entre aceptar inhalar oxitocina para tener reacciones más confiadas o ingerir litio para tratar el trastorno bipolar, aunque en el segundo caso se hablara de tratamiento y en el primero, de mejora.
Pero justamente lo que pretenden lograr los melioristas morales es que se refuercen las motivaciones de quienes no están interesados en actuar moralmente. Ante esta pretensión sólo caben tres salidas: o bien el Estado ofrece incentivos a quienes deseen oficiar de cobayas, o bien elabora un plan de mejora moral para toda la población, o bien el Ministerio de Educación en cada país elabora un protocolo para tratar de mejorar la motivación moral de los niños.
En el primer caso tendríamos una nueva versión de La naranja mecánica, que muestra bien a las claras el riesgo de despersonalización que corre quien se somete a estas modificaciones de conducta o de motivación por incentivos externos. En el segundo caso planea de nuevo el peligro de la eugenesia autoritaria, por mucho que los melioristas morales insistan en que es preciso legislar atendiendo a exigencias democráticas. Justamente, el hecho de que se plantee la necesidad de mejora moral sobre la base de que abordar los riesgos a los que se enfrentan el planeta y las generaciones futuras exige contar con personas con una motivación moral situada en el nivel posconvencional en el desarrollo de la conciencia moral, hace temer que se esté reclamando, aun sin quererlo, una planificación estatal.
Conviene recordar que a comienzos de este siglo hizo su aparición lo que dio en llamarse “eugenesia liberal” para diferenciarla de la “eugenesia autoritaria” practicada en el siglo anterior en diferentes países.
La eugenesia liberal se distinguiría de la autoritaria por los siguientes rasgos: neutralidad del Estado, frente a un Estado que diseña e impone las leyes eugenésicas; extiende las libertades procreativas, en vez de privar de ellas; el consejero genético es un experto que apoya a los padres, no es un agente del Estado; se pretende una mejora individual, no una pureza racial de la especie; se busca la eficiencia económica, no es una ideología política la que la respalda; son los padres quienes deciden, como sucede en el caso de la educación, no el Estado.
La respuesta suele consistir en estos casos recurrir a la tercera salida. Se trataría de complementar el proceso educativo, lo cual requeriría un plan en las escuelas, organizado por el Estado. Pero un proyecto semejante sigue pareciéndose en exceso al de modificar las bases de la conducta de una persona sin su consentimiento. Si ya en los casos de personas violentas es un problema ético decidir si es posible intervenir en su cuerpo para reducir las disposiciones violentas, contar con un apartado de biomejora en la Ley de Educación para aplicarlo a los niños resucita la idea de un estatismo inadmisible. Cosa que ya se ha hecho sin necesidad de hablar de mejora moral, y que despierta en exceso el recuerdo de distopías como Un mundo feliz, de Aldous Huxley.
En cualquier caso, las modificaciones de los móviles cooperativos no parecen dar el con móvil moral. Atender a lejanos y cercanos por motivos morales exige cultivar la capacidad de apreciar lo que es valioso por sí mismo, y no sólo por el beneficio en convivencia que puede reportar. Es lo que Kant llamaba el sentimiento de respeto ante lo que vale en sí mismo y no para otras cosas. Tratar de convertir en experiencia vital ese sentimiento sería la clave. Pero no creo que haya medio biomédico que lo logre.
Sería algo similar a lo que el norteamericano Arthur Caplan aseguraba que haría, entusiasmado con la posibilidad de mejora: “Si tuviera la posibilidad de insertarme un chip en el cerebro con el que pudiera ya hablar francés, sin tener que pasar por academias, cursos, audición de cintas y todo ese calvario que implica el aprendizaje de un idioma, no lo dudaría ni un segundo”. ¿Podría hacerse algo análogo en relación con la moral?
Ciertamente, proyectos como éste pertenecen todavía a la tecnociencia ficción, pero las ficciones pueden convertirse en realidad a medio y largo plazo, y es necesario que la ciudadanía pueda conocerlas y debatir sobre ellas. En este debate, una cuestión sería clave: ¿no hay ningún otro camino más que las intervenciones biológicas para conseguir una humanidad convencida de los mejores valores de palabra y obra? ¿O más bien sucede que no existe el chip moral, no hay fármaco ni implante que sustituya a la paciente formación voluntaria del carácter de las personas, de las instituciones y de los pueblos?
La clave parece seguir siendo la de formar la conciencia personal y social, a través de la educación formal e informal y de la construcción de las instituciones adecuadas.
(Adela Cortina. Aporofobia, el rechazo al pobre. Editorial Paidós. Barcelona. 2017)