La pretensión de conciliar el conocimiento científico con la religión no es una exclusiva de los teólogos. Algunos científicos también sostienen que existen distintas formas de conocimiento independientes igualmente válidas, con sus propias reglas y su propio ámbito de actuación, que les permiten acceder a una parcela exclusiva de la realidad, pero eso no tiene ningún fundamento. No es más que un pretexto para eludir el hecho de que los mecanismos universales para avanzar en la generación de conocimiento no responden a los intereses de la religión, no son válidos para legitimar creencias que son aceptadas sin fundamento racional. No debemos confundir una disposición abierta a las nuevas aportaciones del conocimiento con la aceptación de afirmaciones infundadas que sólo buscan corroborar posiciones previas carentes de toda solidez.
El paleontólogo y divulgador científico Stephen Jay Gould, fallecido en 2002, estudioso del famoso yacimiento fósil de esquistos de Burgess, en las Rocosas canadienses, que contiene una de las más importantes muestras de la explosión de vida que se produjo en el período Cámbrico, hace unos quinientos cuarenta millones de años, escribió una obra titulada Rocks of Ages:Science and Religion in the Fullness of Life, que fue traducida al español como Ciencia versus religión, un falso conflicto. En ella Gould, que curiosamente se definía a sí mismo como agnóstico, pretendía haber resuelto de una vez por todas el secular enfrentamiento entre la ciencia y la religión partiendo de la premisa de que existen distintos magisterios “no superpuestos”, o formas de conocimiento capaces de convivir respetuosamente aportando cada una sus respectivas contribuciones al desarrollo integral del hombre en su camio hacia la sabiduría. En su obra sitúa el mundo de la naturaleza bajo el magisterio de la ciencia, el de la moral bajo el magisterio de la religión y el de la estética bajo el magisterio del arte.
La verdad es que la lectura de su libro provoca una profunda decepción. Se limita a señalar que a lo largo de la historia los conflictos entre esos presuntos dominios independientes de conocimiento se deben tan sólo a la intromisión de unos pocos exaltados en el terreno ajeno, lo que además de no ser cierto en absoluto es irrelevante para el caso, porque no aborda la cuestión fundamental: la duda de que la religión responda realmente a alguna forma legítima de conocimiento. Para Gould todo el conflicto se reduce a pequeñas escaramuzas entre sectores marginales y fundamentalistas de ambos bandos, incapaces de reconocer el dominio supuestamente respetable del otro magisterio, como si el conocimiento estuviese separado en compartimentos estancos e impenetrables entre los que no existe ninguna comunicación, y todos ellos aportasen por igual si riqueza a esa realidad compleja que es el ser humano.
En ocasiones se ha intentado hacer creer que A. Einstein, para muchos el prototipo de científico sabio honesto y respetable, que se ha convertido en una especie de icono cultural del siglo XX- en 1999 fue declarado “persona del siglo” por la revista Time-, mantenía esa misma actitud con respecto a la religión, pero eso está bastante lejos de la realidad. En sus textos más personales Einstein utiliza con frecuencia un lenguaje ambiguo que sugiere una posible interpretación deísta de la naturaleza, una especie de admiración por la armonía cósmica, pero nunca atribuye a la religión ningún poder de conocimiento ajeno a la razón:
“…No creo en un Dios personal y nunca lo he negado, sino que lo he expresado claramente. Si hay algo en mí que puede ser llamado religioso es la ilimitada admiración por la estructura del mundo, hasta donde nuestra ciencia puede revelarla”.
Aun así, es conveniente recordar que la utilización de opiniones propias de científicos, políticos o personajes famosos sobre asuntos ajenos a su disciplina profesional lo único que muestra es la facilidad del ser humano para cambiar de registro mental al tratar cuestiones diferentes. Su opinión sobre la religión, sea favorable o contraria, no es más que eso: una opinión más. Su valor dependerá de la solidez de sus argumentos, no de su prestigio profesional ni de su encanto personal. Lo que se pretende con esta “estrategia” es legitimar determinadas ideas aprovechando la imagen pública de personas reconocidas socialmente. En definitiva se trata de una versión más, un tanto sibilina, del principio de autoridad, el argumento más inconsistente y frágil que jamás haya utilizado el ser humano para justificar sus afirmaciones.
En El espejismo de Dios, Richard Dawkins nos cuenta una anécdota tremendamente aleccionadora sobre la supuesta capacidad de la religión para dar alguna respuesta que aporte conocimiento. Ante la pretensión de que la religión es capaz de ofrecer una explicación a los “misterios” que la ciencia no es capaz de responder, Dawkins comenta con sarcasmo:
¿Qué experiencia pueden aportar los teólogos para profundizar en cuestiones cosmológicas que los científicos no pueden? En otro libro recordé las palabras de un astrónomo de Oxford quien, cuando le hice una de esas mismas preguntas profundas, dijo: “¡Ah, ahora nos movemos más allá del reino de la ciencia! Esto es por lo que tengo que pasarle la pelota a nuestro buen amigo el capellán” ¿Por qué no al jardinero o al cocinero?” ¿Por qué los científicos son tan ansiosamente respetuosos con las ambiciones de los teólogos sobre cuestiones en las que éstos no están más cualificados que los propios científicos?
Existe una especie de mito según el cual la ciencia es incapaz de responder aquellas preguntas que quedan fuera del ámbito de la naturaleza. Si es así, la cuestión entonces es obvia: ¿tienen sentido las preguntas que van más allá de la naturaleza? Y si suponemos que pueden tenerlo… ¿acaso puede responderlas la religión? ¿Con qué recursos cuenta la religión para contestar a estas preguntas que no puedan utilizar también la ciencia o el sentido común? Todas las preguntas que efectuamos sobre la realidad pueden ser objeto de estudio por parte de la ciencia o bien son preguntas falaces. ¿Qué es la belleza? ¿Por qué nos gusta esta música? ¿Qué es el amor? Todo puede ser descrito en términos científicos. La ciencia explica el mundo natural, pero el mundo natural no se reduce sólo a la descripción o el análisis de los cuerpos físicos. Las emociones van más allá del intercambio celular. La ciencia estudia cómo y por qué se generan las emociones, pero también cómo experimentamos las emociones. Detrás de la biología hay reacciones químicas complejas, no hay ninguna duda, y en la descripción de los procesos fisiológicos que se esconden detrás de las sensaciones hay un elemento cualitativo que cae en el ámbito de la subjetividad. La ciencia tampoco es ajena a ellos.
Dan Barker fue en su juventud un pastor evangelista que, después de muchas lecturas, se fue convenciendo poco a poco de las incoherencias de la creencia religiosa hasta que, finalmente, en torno a 1983, llegó a la conclusión de que había dejado definitivamente de creer en Dios. En su deseo de mantener una actitud honesta hizo pública su conversión, lo que le granjeó numerosas críticas, y unos años más tarde, en 1987, llegó a ser presidente de la Freedom from Religion Foundation, creada en 1978 con el objetivo de proteger el principio de separación del Estado y las iglesias establecido por la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos. En 1992 publicó un libro, Losing Faith in Faith. From Preacher to Atheist (Perdiendo la fe en la fe. De predicador a ateo) en el que recoge, en un tono un tanto jocoso, una pequeña “broma” que refleja con claridad el profundo contraste que existe entre las “actitudes” del conocimiento científico y las creencias religiosas:
La verdad no demanda creencias. Los científicos no juntan sus manos cada domingo, cantando: “¡Sí, la gravedad es real!¡Tendré fe!¡Seré fuerte!¡Creo en mi corazón que todo lo sube, sube, sube, tiene que bajar, bajar, bajar! ¡Amén! Si lo hicieran, pensaríamos que están bastante inseguros de ello.
El ser humano basa su aproximación al mundo en las emociones. Somos seres subjetivos, eso condiciona nuestras preferencias y orienta nuestras decisiones cuando se trata de escoger lo que queremos o de elegir cómo deseamos vivir, pero no nos proporciona información contrastada sobre el funcionamiento de la naturaleza. El riesgo de guiarnos por las emociones está en que nos inducen a realizar valoraciones imprecisas sobre la realidad. Acabamos equiparando el valor de la intuición con el valor del conocimiento racional, en lugar de utilizar la intuición a partir de información precisa y fiable. Pero tampoco se trata de subvertir los términos, la subjetividad forma parte intrínseca de nuestra vida y en muchas ocasiones es lo que nos permite disfrutar de ella. El ser humano también tiene un componente animal al que no podemos ni debemos renunciar, aunque nuestra propia convivencia y el interés social recomienden cierta prudencia para que eso no represente un problema para nosotros ni para nuestros semejantes. Ahí reside uno de los pilares de la moral. Pero la religión no aporta ninguna información nueva sobre ello, en el mejor de los casos es tan sólo una reacción emotiva más, en el peor un fraude cognitivo de muy dudosa motivación.
La diferencia fundamental entre los ámbitos religioso y profano es que las experiencias religiosas, por su propia naturaleza, no pueden ser contrastadas, sólo pueden aceptarse de forma emotiva. Eso no supone necesariamente que deban ser falsas por ello, pero sí implica que, cuando salen del ámbito individual, carecen de toda validez. Son útiles para el sujeto que las experimenta, o para aquellos que las aceptan de modo incondicional, sin someterlas a revisión, pero no proporcionan información objetiva sobre la realidad. En ocasiones puntuales, cuando por azar o por su proximidad con la experiencia ofrece una interpretación intuitiva acorde con la que obtenemos de la interpretación racional, la religión puede dar explicaciones “razonables” del mundo, pero fuera de esas situaciones fortuitas se convierte en una elucubración carente de fundamento, porque su desconexión de la realidad conduce directamente al mundo de la ilusión.
El ámbito de lo profano por el contrario asienta sus raíces en aquello que, en mayor o menor grado, puede ser verificado, somete sus afirmaciones a análisis rigurosos con el fin de comprobar que responden a hechos comprobados y establece pautas que permiten corroborar su eficacia cuando se enfrentan al mundo natural. Su objetivo es extraer conclusiones a partir de la experiencia que tengan aplicación universal, que den a conocer el mundo y enseñen a actuar en consecuencia. Su valor reside en la eficacia. El premio es nuestra propia supervivencia.
(Gabriel García Voltà y Joan Carles Marset. Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida. Editorial Planeta. Barcelona. 2009)