Según un buen número de autores, como Evers, nuestra identidad innata, propia de la especie a la que pertenecemos, nos predispone a desarrollar tendencias evaluativas universales que nos plantean problemas a lo largo de la vida, porque a menudo entran en contradicción entre sí. Nuestra identidad neuronal nos hace a la vez sociales e individualistas, porque las tendencias que entran en conflicto son fundamentalmente el autointerés, la orientación de control, la disociación, la simpatía selectiva, la empatía y la xenofobia. Entender qué implica cada una de estas tendencias es de la mayor importancia.
La primera sería el autointerés. En principio, el cerebro es egocéntrico de forma natural porque refiere todas sus experiencias a sí mismo. Se trata de una autoproyección biológica, conectada con la predisposición a desarrollar una autoconciencia básica, que es una condición para formar una conciencia de orden más elevado. El niño aprende a distinguir objetos a lo largo de su crecimiento y a distinguirse a sí mismo de ellos. Paulatinamente se convierte en objeto de experiencia para sí mismo, de forma que cuando tiene alrededor de un año y medio distingue “esto de aquí” como “yo”, frente a “aquello de allá” como algo que es diferente.
Naturalmente, cuando hablamos de autointerés en este nivel nos estamos refiriendo a una tendencia biológica evaluativa básica, a un afán de sobrevivir que se expresa biológicamente en el deseo de estar bien alimentado, de sentirse seguro, de reproducirse, etcétera. No hablamos de una tendencia ética hacia lo moralmente bueno o malo.
Este autointerés básico, este afán de supervivencia, nos induce a controlar nuestro entorno inmediato y a buscar lo familiar, la seguridad, a preferir lo conocido. Esta experiencia de una cierta seguridad es necesaria para desarrollarse de una forma sana. No es extraño que en la vida cotidiana prefiramos un entorno controlable ni que intentemos incorporar lo desconocido a lo conocido.
Como decía Eagleman, refiriéndose precisamente a la xenofobia, el miedo a los extranjeros es algo completamente natural. La gente prefiere a los que tienen su mismo aspecto y habla como ellos. Desde el punto de vista de nuestra cultura, de nuestras declaraciones, esta aversión es inadmisible, pero desde un punto de vista biológico, el trato con lo familiar da seguridad biológica y lo extraño produce inseguridad e incomodidad. Por eso admiramos a quienes son capaces de abandonar una vida confortable y lanzarse a la aventura hacia gentes y tierras desconocidas.
Y pasando a la tercera tendencia que hemos mencionado, cuando las circunstancias con que nos encontramos nos perturban contamos con un mecanismo de disociación, por el que evitamos integrar información desagradable, intentamos defendernos. En este sentido puede decirse que el ser humano es un “animal disociativo”: invierte una gran cantidad de energía intelectual y emocional en distanciarse de cosas que le desagradan. Y ésta es una importante función adaptativa para sobrevivir.
Cabe pensar entonces que el autointerés nos lleva a rechazar la información que nos perturba, se trate de acontecimientos o de personas. Que rechazamos naturalmente a los que nos molestan y no los integramos en las informaciones que aceptamos. Y cabe pensar, en consecuencia, que el mundo de las fobias empieza en encontrar aquí su raíz: rechazo de los extraños, rechazo de los que no parecen aportar nada positivo, rechazo de los que perturban la vida y pueden traer problemas. A mi juicio, la aporofobia tiene aquí su raíz biológica, en esa tendencia a poner entre paréntesis lo que percibimos como perturbador.
Al parecer, las emociones que conducen a prejuicios raciales y culturales tienen su base en parte en emociones sociales que, desde el punto de vista evolutivo, servían para detectar las diferencias que podían señalar un riesgo o un peligro, e incitar a retirarse o a agredir. Probablemente, estas reacciones consiguieron resultados favorables en las sociedades tribales de los orígenes y, aunque ahora en ocasiones no resulten favorables, nuestro cerebro lleva todavía esa maquinaria incorporada.
Sin embargo, lo cierto es que tener una predisposición no implica estar determinado a actuar en ese sentido, porque el cerebro está dotado de una enorme plasticidad que nos permite modularlo a lo largo de la vida, y, además, existen en él otras tendencias evaluativas universales que podemos reforzar para reducir e incluso eliminar esas fobias, como es el caso de la tendencia a cuidar de otros.
En efecto, en el caso de los animales sociales, es verdad que el circuito neuronal es una base para el propio cuidado y bienestar, que son los valores más básicos, pero ese cuidado está ligado también al de otros, con los que existe un vínculo. Autoras como Patricia Churchland consideran que ese vínculo biológico es el que se encuentra en la case de la moral. La cuestión sería la siguiente.
La tendencia a cuidar de los hijos, de los compañeros y de los cercanos es adaptativa, directa o indirectamente, porque, en caso contrario, no hubiera sido seleccionada y disminuiría el número de los que cuidan de otros. Probablemente, los mecanismo que sustentan la conducta cooperativa fueron evolucionando y desde hace unos trescientos cincuenta millones de años la organización neuronal se modificó para ocuparse de otros, de la descendencia indefensa, y, según las condiciones empíricas, de los parientes y amigos. De donde se sigue que somos capaces de cuidar por nuestro propio interés.
Pero también es verdad que la inmensa mayoría de los neuroéticos reconoce que ese vínculo del cuidado se extendía desde el origen a los parientes, a los cercanos y a la comunidad, pero no a todos los seres humanos. Que el vínculo del cuidado seleccionado por el proceso evolutivo es claramente selectivo. Por eso podemos hablar de otra tendencia universal, la simpatía selectiva, que se extiende a otros, en proporción a su cercanía en términos biológicos: reconocimiento facial, distinciones entre los de dentro y los de fuera del grupo, de la cultura, la ideología, etcétera. Esta simpatía selectiva lleva a cooperar con el grupo y a considerarlo un “nosotros” frente a un “ellos”. Con lo cual, el problema permanece porque la distinción entre “nosotros” y “ellos” conduce a conflictos inevitables cuando el interés propio choca con la cooperación selectiva.
La simpatía precisa de la empatía, que es la capacidad de comprender los sentimientos de otros, poniéndonos en su lugar a través de la imaginación; la capacidad de reconstruir imaginativamente la experiencia de otra persona, sea alegre, triste, placentera o dolorosa. Una interpretación sobre cuál es la base de la empatía es la existencia de las neuronas espejo y el mecanismo es la simulación interior. Pero la empatía no es ya simpatía, porque es posible comprender el estado afectivo de otro sin sentirse comprometido con él. De hecho, el torturador es sumamente empático con su víctima, comprende qué torturas pueden dolerle más, y, por supuesto, se ocupa “disociativamente” de que ese dolor no llegue a afectarle.
Sin embargo, la simpatía lleva a quien la siente a verse afectado por la situación de otro, es un sentimiento que abre al dolor de otro. En cualquier caso, estas capacidades suponen funciones cognitivas complejas, tanto de valores biológicos como socioculturales. Y en el caso de la simpatía, al ser selectiva, al aproximarnos a los cercanos, pero no a los lejanos, nos hace por naturaleza “empáticamente xenófobos”.
Se sigue entonces que cualquier intento de construir estructuras sociales que modulen esta identidad debe tener en cuenta este desafío biológico, además de los culturales, políticos y sociales.
Evidentemente, para llegar hasta este punto nuestro cerebro ha seguido una historia. Esta historia en especulativa porque, obviamente, no hay experiencia directa de los orígenes.
Al parecer, en el origen de las relaciones sociales, cuando se fue construyendo el cerebro humano, los hombres vivían juntos en grupos muy pequeños, que no sobrepasaban los ciento treinta individuos y eran homogéneos en raza y costumbres. Los códigos que fue incorporando el cerebro eran fundamentalmente emocionales y necesarios para sobrevivir y reforzaban la ayuda mutua, la cohesión social y el recelo frente a los extraños. Aquí empieza la historia del cerebro xenófobo, porque, según un buen número de autores, parte de la respuesta al menos podría encontrarse en los códigos de funcionamiento más primitivos de nuestro cerebro, adquiridos a lo largo de la evolución.
A estas conclusiones e ha llegado, por ejemplo, mostrando cómo nuestros cerebros reaccionan de forma diferente cuando deben resolver dilemas morales que afectan a personas cercanas- los dilemas personales- y cuando afectan a personas distintas en el espacio o en el afecto, es decir, los dilemas impersonales. Cuando hay cercanía física se activan los códigos morales emocionales de supervivencia profundos, mientras que, si no la hay, se activan otros códigos cognitivos más fríos, más alejados del sentido inmediato de la supervivencia.
Las técnicas de neuroimagen permiten apreciar que en las situaciones morales personales las imágenes cerebrales revelan una gran actividad en zonas que desempeñan un papel crucial en el procesamiento de las emociones, un circuito que va aproximadamente desde el lóbulo frontal hasta el sistema límbico. También Green llegó a la conclusión de que cuando los sujetos formulaban su juicio a contracorriente, se mostraba una activación mucho mayor del córtex prefrontal dorsolateral, zona que interviene en la planificación y el razonamiento. Por tanto, los juicios sobre dilemas morales personales implican una mayor actividad en las áreas cerebrales asociadas con la emoción y la cognición social.
Por eso nos afecta emocionalmente la situación de la gente cercana, cosa que no ocurre con la que no conocemos: desde una perspectiva evolutiva, las estructuras neuronales que asocian los instintos con la emoción se seleccionaron, ya que resulta beneficioso ayudar a la gente de modo inmediato. En principio, ésta ha sido la clave del altruismo de grupo, por el que los seres humanos se vinculan estrechamente a esos cercanos a los que necesitan para sobrevivir, que les resultan familiares, con quienes se sienten más seguros. Los extraños, los diferentes representan un peligro, ya biológicamente. Por eso la xenofobia, el temor ante el extraño, el rechazo del diferente, está biológicamente arraigada.
(Adela Cortina. Aporofobia, el rechazo al pobre. Editorial Paidós. Barcelona. 2017)